Trives, la tierra que palpita
A veces sueño que estoy tumbado sobre la hierba, al sol del verano, bajo las ramas de un castaño milenario. A veces sueño que la brisa me llena los oídos con el rumor de las hojas y el canto de los pájaros, y que la tierra palpita al ritmo de mi corazón. A veces veo ríos caudalosos y viñedos encaramados en abruptas pendientes.
A veces sueño que estoy en Trives...
Trives, cercada por gigantes: los cañones del Sil, al oeste; los bosques infinitos del Courel, al norte; las cimas nevadas de Pena Trevinca, al este; las montañas del Parque Natural de O Invernadoiro, al sur.
Y ahí, en el centro de Ourense, en el corazón de Galicia, la Terra de Trives. La comarca está formada por cuatro municipios: Chandrexa de Queixa, Manzaneda, Pobra de Trives y San Xoán de Río. Tierras altas, recias, repletas de tesoros: bosques centenarios, profundas gargantas, caminos y puentes que brotan de la historia, pequeñas aldeas, montañas de nieve.
Tesoros botánicos tan fascinantes como la fraga de San Xoán do Río, en el municipio del mismo nombre, un impresionante manto vegetal de robles, arces, rebollos, abedules y castaños centenarios que tapiza las márgenes del río Navea.
Tesoros como el souto de Rozavales, en el municipio de Manzaneda, un bosque adehesado de castaños que ha sido declarado Monumento Natural por la Xunta de Galicia y que contiene ejemplares muchas veces centenarios… El abuelo de todos es este castaño de Pumbariños, con un perímetro de más de doce metros, del que se cree que ronda los mil años. Impresiona pensar que este coloso vegetal ya ofrecía sus castañas a los habitantes de estas tierras allá por el año 1000, cuando muchos pensaban que se acercaba el fin del mundo.
Tesoros fluviales también, pues esta es una tierra de aguas salvajes que crean algunas de las gargantas más profundas del relieve gallego. Ríos como el Sil, el gran fecundador, portador de agua y oro; el Bibei, de orígenes zamoranos, el principal afluente del Sil, que se alimenta de las nieves altas de Pena Trevinca; el Navea, que desde la Serra de San Mamede baja impetuoso y bronco, hábil excavador de impresionantes cañones, y que vierte sus aguas en el Bibei; o el caudaloso San Lázaro, que nace a 1740 m de altitud, en la Serra de Queixa, y que aporta sus aguas al Bibei.
Tesoros botánicos y fluviales, y también geológicos, como las alturas nevadas de Cabeza Grande de Manzaneda, la cumbre más elevada del Macizo Central Ourensano, de 1780 m. En las vertientes norte y este de esta cumbre se ha instalado la única estación de esquí de Galicia.
Sí, a veces sueño que estoy en Trives, una tierra repleta de tesoros...
Este es país de larga ocupación, de fértil historia. Hace dos mil quinientos años ya resonaba por estos valles el golpeteo de las forjas y se escuchaban bien altos los cantos de guerra de los tiburos, pobladores de castros cuyo territorio estaba comprendido entre los ríos Navea y Bibei.
Pero los guerreros tiburos no fueron capaces de resistir mucho tiempo el empuje de las legiones romanas, atraídas hasta este apartado rincón por el oro que las aguas de los ríos arrancaban de las entrañas de la tierra.
Los romanos domesticaron las aguas, desviaron el curso de los ríos, construyeron caminos y levantaron puentes que todavía hoy asombran. Algunos de gran tamaño y sólida arquitectura, como este puente sobre el Bibei, el mejor conservado de Galicia. Otros son más humildes pero también orgullosos, como este de Ponte Navea, que permite salvar las aguas bravas del Navea y las escarpadas laderas de sus márgenes. Por cierto que se cree que aquí, a su vera, se hallaba la antigua capital de los tiburos, Nemetobriga, considerada por algunos historiadores el principal centro religioso de la Hispania celta.
Puentes romanos soberbios y bien armados, pero también puentes humildes, hermosos por su modestia y su practicidad, como el Ponte Cabalar, sobre el río homónimo, muy cerca de A Pobra de Trives, reconstruido en el siglo XIX. O el más humilde de todos, que también es soberbio a su manera: el pequeño puente de Previsa, en el concejo de Manzaneda. Este no es ya romano, aunque quizá fuera construido sobre otro de ese origen. Su simplicidad es tal que le basta una losa de granito de tres metros apoyada sobre sillares irregulares para salvar el regato de Casteligo y crear un entorno tan fantástico como atractivo, tan recóndito como misterioso.